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Foto: AFP |
La crítica al entrenador nace desde las entrañas
estilísticas del fútbol colombiano. Ese juego vistoso, carismático y seductor
que se vio descompuesto por el sentido de la competencia, la mentalidad
ganadora y la prioridad del resultado encima de los modos. Algunos prefieren el
espectáculo por sobre todas las cosas y es respetable. Pékerman buscó adaptarse
a ese gen y lo logró. Sin embargo, nunca omitió el suyo: el detalle
equilibrista que, en las difíciles, se inclina hacia el sostén defensivo. El
pecado de Pékerman no fue ese (recibió tres goles en cuatro partidos y dos de
penal), su pecado fue no bajar de esa montaña rusa de emociones a su equipo en
caso que fallara el plan primario. Esta moción se notó con los descontroles sufridos
ante Japón e Inglaterra. Ante Polonia, el equipo brilló. Ante Senegal, el
equipo cumplió; pero los vaivenes desnudaron los detalles equívocos que no le
permitieron dar ese plus cualitativo porque Colombia tenía cómo vencer a
Inglaterra.
Yerry Mina se caratuló como el mejor delantero del equipo. Siendo zaguero, cumplió más en las tertulias ofensivas que en las defensivas. El jugador de Barcelona volvió a remarcar que es uno de los proyectos presentes más letales del fútbol sudamericano y su cotización se elevó notablemente en Rusia. Falcao y James los referentes colombianos de este milenio, tuvieron su primer mundial juntos y no se encontraron: el 10 por las lesiones que lo aquejaron y el 9 por el circuito de juego del equipo. A su vez, las gratas impresiones las entregaron Juan Fernando Quintero y Wilmar Barrios. Quintero entregó destellos que nos pusieron lagrimosas las pupilas y Barrios fue al Mundial a ofrecer su corazón.
Lo cierto, real, rescatable y valorable es que Colombia ya
no será más la cenicienta en los Mundiales. Ya puede mirar a la cara a
cualquiera, en cualquier instancia, en cualquier lugar. Cada cuatro años sube
un peldaño. En su sexta participación, se ha consagrado como la gran nación en
potencia.
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