El perro en la cancha, un clásico sudamericano

En Europa no pasa, dictan las profecías. Es verdad, allí donde se cuelan nudistas y borrachos, no sucede. Aunque en este lado del Atlántico sí, y el ingreso de los perritos a la cancha para cortar un partido se ha vuelta una cariñosa constante. 



De niño nunca tuve un perro y ahora tengo dos hijos de cuatro patitas. Mi esposa Liliana infundió y originó mi amor y defensa por los animales, y a pesar de no ser un activista entero, verdaderamente, pocas veces imaginé verme buscando a un perrito callejero, perdido, solo, asustado para rescatarlo y luego buscarle un hogar. Es una sensación impagable, pero tremendamente dolorosa.

Los perros viven en la calle producto de la codicia humana que lucra con sus vidas y sobreexplota la especie. Además, en esa voraz avaricia y desmedido egoísmo (y haraganería), se refleja la ineptitud de quienes los comercializan y la superpoblación canina a nivel global no cesa y se agiganta. Al utilizar el animal como mercancía, sin pensar en sus sentimientos, dolores, tormentos y suplicios, convierten en descartable un fruto de la naturaleza especial, hacedero de humanizar y amar.  

Pero los perritos, en su mayoría callejeros, también se prenden y reviven la real fiesta del fútbol. En Copa Libertadores, Sudamericana y en las diferentes ligas de nuestro continente, de vez en cuando aparece un pichicho en el verde césped para robarnos una sonrisa.  Para eludir, a lo Messi, Maradona y Pelé, a los muñecos que lo encierran, para juguetear con la pelota, para agitar la cola en muestra de felicidad, para romper las inflexibilidades y rigores de un combativo partido de fútbol, para regresarnos, al menos el minutito en que se roba la escena, a la esencia de la vida. 

Y sino, mirá esto:


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